“La verdadera humildad lleva... ¡a pedir perdón!”

Si alguna vez caes, hijo, acude prontamente a la Confesión y a la dirección espiritual: ¡enseña la herida!, para que te curen a fondo, para que te quiten todas las posibilidades de infección, aunque te duela como en una operación quirúrgica. (Forja, 192)

La sinceridad es indispensable para adelantar en la unión con Dios.

–Si dentro de ti, hijo mío, hay un "sapo", ¡suéltalo! Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una vez que se ha soltado el "sapo" en la Confesión, ¡qué bien se está! (Forja, 193)

¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.

Luego, proseguiste con serenidad: «Domine, quid me vis facere?» –Señor, ¿qué quieres que haga?

–Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: «serviam!» –¡te serviré sin condiciones! (Forja, 238)

La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante los propios yerros.

–La verdadera humildad lleva... ¡a pedir perdón! (Forja, 189)

Si yo fuera leproso, mi madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas.

–Pues, ¿y la Virgen Santísima? Al sentir que tenemos lepra, que estamos llagados, hemos de gritar: ¡Madre! Y la protección de nuestra Madre es como un beso en las heridas, que nos alcanza la curación. (Forja, 190)

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